EN TIEMPOS DE ÑAUPA
La velocidad del tiempo
Casi siempre,
en toda casa –por más humilde que esta fuera- había un reloj de arena, de esos
que parecían una mujer de cintura ajustada, esos que cuando se los ponía a
funcionar, es decir se los daba vuelta, duraban 3 minutos en volcar la arena
desde el cubículo superior al de abajo. Eran muy baratos, y los chicos los
usábamos para jugar a distintos juegos: a las escondidas los más pequeños, o
para responder preguntas amorosas los adolescentes. Por ahí las madres los
usaban para hacer un huevo poché o para un toque de horno a las comidas
recalentadas; o, simplemente, para ponerlo a andar y quedarse horas mirando
cómo pasaban los granitos de arena por el mínimo embudo.
Así era la
velocidad del tiempo antes. No había vorágine o desesperación (no al menos en
eso); no se necesitaba medir todo (¡qué nos íbamos a imaginar el “nano segundo”!).
Charles Chaplin, en el monólogo final de El gran dictador dice: “hemos desarrollado
la velocidad, pero nos encerramos en nosotros mismos”.
Así era el
tiempo antes. Generalmente estaba en una vitrina, o en la mesa del comedor.
Sólo se lo ponía a rodar para algo específico; si no, estaba ahí, quietito, más
lento, como invitando a vivir (a gozar) más tranquilos la vida. Sólo pocas
familias –las de mayor poder adquisitivo- tenían uno grande, que duraba una
hora. Yo nunca vi uno, pero me contaron. AC
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