El gran PEDRO ORGAMBIDE
Era verano. La humedad de la gran ciudad se hacía sentir. Yo venía del interior, del norte, de la intensa Tucumán. Salí de casa con un pepelito con la dirección de la revista. Al dar el primer paso, tomé mucho aire; quería beberme de un sorbo a Buenos Aires. Llevaba bajo el brazo los originales de mi libro «Elementos», premiado por el Fondo Nacional de las Artes, un atado de cigarrillos y cierto paso cansino, un tiempo místico distinto que pretendía adaptar rápidamente a los códigos de la gran urbe. No quería tomar colectivos; quería conocer todas las calles, las avenidas, los ruidos, los mil rostros de la gente. Pero a medida que avanzaba sentía crecer una sensación de vértigo desafiante por dentro.
Llegué a la Avenida Pueyrredón al 1000, toqué el timbre y una voz latosa me abrió la pesada puerta desde el portero eléctrico. Subí cuatro pisos por un ascensor antiguo de rejas y ruidoso. Cuando llegué, presentí un frío letal en las paredes, como anunciando un final dramático en la historia que se iniciaba; aunque alguien me recibió con un beso y rápidamente –sin demasiados prolegómenos– comenzó a presentarme a los nuevos compañeros de trabajo. Me deslumbró el ambiente a redacción puro que se respiraba. Todos estaban muy ocupados; algunos corrían por los pasillos, pero cada uno a su turno se dio tiempo para saludarme amablemente. Hasta que llegué a la última oficina: «Diseño».
Allí había dos hombres: uno me dio la mano y rápido volvió a sus plumines y a sus pegamentos. El otro esperó su turno. Estaba vestido de un impecable traje gris; tenía unos anteojos gruesos que sin embargo no lograban cubrirle la profundidad de su mirada. Con una sonrisa que nunca olvidaré, me dijo: «¡Así que poeta; bueno, por fin están cambiando las cosas! Lo lamento por vos, hermano... mucho gusto. Pedro Orgambide». Después de esas dos últimas palabras, me corrió un hermoso escozor por todo el cuerpo. «¡El gran Orgambide!», me dije.
A partir de entonces, tal vez sin darme cuenta, yo solía buscar la oficina de «armado» donde a Pedro le gustaba estar. Una cosa me sorprendió de entrada: le gustaba que le contase cosas del norte argentino, de los poetas, de las comidas, de las mujeres. Así empezó nuestra relación, entre mates y notas culturales, entre reportajes y análisis políticos. Aunque –como pocos– escuchaba mis relatos, a mí me gustaba cederle la palabra, pues me deleitaban las historias de hombre de mundo que contaba.
Casi nunca se sentaba; siempre vestido impecable, caminaba por la habitación y teatralizaba los relatos; abría los ojos grandes y –lógicamente– armaba una estructura literaria precisa con cada cuento. Yo sentía que asistía a la literatura pura –si la podemos llamar así–, es decir sin libro, sin intermediarios más que el autor y el receptor. Yo gozaba escuchando su amistad con Cortázar, con Neruda, con Juan Rulfo, con Miguel Donoso; las mil anécdotas de la revista Cambio que fundó con todos ellos. El Premio Casa de las Américas, su vida en México, en Cuba y en Estados Unidos, el exilio, su gran apasionamiento por Roque Dalton, su particular punto de vista de Gardel, del Che, de Evita, su relación con García Márquez, con Raúl González Tuñón, con Efraín Huerta; su singular visión del peronismo y del «ser» argentino, me deleitaban, me mostraban el mundo lleno de amor, de locura y de muerte. Pero lo que más me atrajo siempre fue su sencillez y su efusividad, su gran carcajada sincera, su agudísimo sentido del humor y sus charlas conceptuosas. Por más frívolo que fuera el tema, Pedro siempre arribaba a una conclusión sabia y fundamentalmente con gran contenido estético.
Creo que de él aprendí que gran parte de la ética depende de la estética.
Y así pasábamos los días, en medio de mucho trabajo y un intenso diálogo. Me acuerdo que escribió un comentario sobre un libro que habíamos armado con un puñado de poetas tucumanos. Le había encantado un verso mío: «ahí va el poeta/ calza en la cintura la belleza/ lleva la palabra remontada», y me lo recitaba de vez en cuando. También recuerdo los dolores de cabeza que le provocaba el inefable juez Pons, especialista –al parecer– en perseguir poetas, pues también se había encargado de impedir la vuelta de Juan Gelman al país. Creo que esa fue una de las causas que atentaron contra su corazón.
No alcanzarían las páginas de muchos libros para enumerar la cantidad de actividades que generó Pedro Orgambide en el ámbito cultural. Escribió –como pocos– poesía, cuentos, novelas, literatura infantil, periodismo, teatro, óperas, ensayos, enciclopedias; organizó talleres literarios y periodísticos, entre tantos otros proyectos, aquí y en los países donde vivió.
En esos días en que estuvimos juntos estrenó –con Favero y Nacha Guevara– «Eva», ese estupendo musical. Y también recuerdo que sufrimos juntos la muerte de Humberto Costantini. Habíamos estado proyectando –también juntos– una revista cultural. Estábamos tan entusiasmados que parecíamos niños.
Un día de otoño –por fuera y por dentro– su corazón se le cansó y le dio un infarto. Sus ganas de vivir y seguir escribiendo y armando proyectos culturales pudieron más. Pero el grupo se disolvió. Después sucedió una catástrofe y perdimos a varios queridos compañeros para siempre de la revista «Entre Todos» (no entraré en detalles al respecto). Cada uno con su desesperación se agarró de donde pudo. Y Pedro, casi en silencio, como siempre, siguió escribiendo.
Después de un tiempo lo encontré de nuevo y me invitó a su departamento; cuando llegué estaba en medias. Lo único que hizo fue cargar el mate y nos gastamos unas horas hablando de bueyes perdidos (aunque esos bueyes dolieran en el alma). Pero Pedro siempre dosificaba todo con el buen humor. Esa tarde me contó aquella historia de su investigación sobre la vida de Roque Dalton. Dijo que en El Salvador encontró a un viejito que era zapatero y le contó esta anécdota: En los tiempos del Frente Farabundo Martí, Roque escribía y publicaba poemas desde la clandestinidad, firmados con varios seudónimos, hasta con nombres de mujer. Era uno de las presas más codiciadas por la dictadura. Y era uno de los poetas más queridos del pueblo pero nadie, ni sus familiares, podían dar con su paradero. Dice que aquel viejito sabio, tío de Roque, recibió la noticia de que por una aldea de las afueras había pasado un flaquito simpático que se había acostado con la madre, con las cuatro hijas y con una criada. Entonces el viejito dio un grito: «¡Por ahí anda mi Roquito!». Pedro contaba esta historia y concluía con una gran carcajada como festejando la tanta vida.
También le gustaba contar las peripecias de su estancia en Centroamérica, como cuando un profesor amigo lo invitó a ir al frente de batalla de la guerrilla y lo llevó en una balsa, con mujeres, ancianos y niños, cantando y comiendo comidas típicas, portando sólo una remerita, unos pantalones cortos y un gran pánico. O aquella anécdota donde se mofaba de sí mismo como «porteño engreído» cuando quiso levantarse a una bailarina cubana de cabaret y trató de impresionarla con cierta erudición pues acababa de ganar el Premio Casa de las Américas. Pedro decía «Ahí me coroné como el rey de los boludos. La mina no sólo era bailarina, o punto del cabaret, sino que además era profesora de filosofía, sabía un montón de literatura y hablaba varios idiomas, ¡además de ser dirigente en un frente en África!». Y a todos sus relatos los cerraba con una gran carcajada de placer.
Aquella tarde escribió la contratapa de mi poemario «Fosa común» de un tirón. Entonces me comentó que estaba poniendo una obra de teatro y que gran parte de sus libros se estaban traduciendo en Francia. (Nunca olvidaré esa tarde, en el pequeño entrepiso de madera en su departamento de la calle Marcelo T. de Alvear, en medias y con una viejísima Olivetti verde). Ese día me dejó la última lección: «Debemos entender que no siempre se es protagonista», me dijo refiriéndose a los cumpas que cayeron en La Tablada.
El 19 de enero de 2003, justo cuando iba a empezar una nueva Argentina, ese hombre y artista ejemplar llamado Pedro Orgambide nos dejó la posta y pasó a eternizarse en el rincón más tierno de la memoria de los corazones nobles de este país, inventando mundos, riéndose a carcajadas, caminando en medias: «calzando en la cintura la belleza, llevando la palabra remontada».
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