LOS DISTINTOS
QUE QUERÍAN SER IGUALES
Eran
distintos. El pueblo no los doblegaba, ni la carbonilla que flotaba en el aire,
ni la hediondez del bagazo o las acequias de cachaza; ni eso que no se veía
pero que todos sabíamos: la opresión, esa angustia natural a la que estábamos
ya todos acostumbrados. Los habrán marcado (como a todos) los barrenderos de la
madrugada que barrían las calles con hojas de palmera, o quizá, en la infancia,
el tableteo de la chorba (locomotora) con sus zorras (carros) llenas de caña
rumbo al canchón del ingenio; los chistidos de los pespires en la noche; los
grandísimos truenos de las tormentas en verano; el sabor y el aroma del mango,
o el pin-pín escondido debajo la piel.
Pero eran
distintos. Apoyaban la planta de los zapatos en la pared de la esquina y
comenzaba una discusión. Ponían el paquete de cigarrillos en las mangas
arremangadas de las camisas de grafa o entalladas, con cuellos en punta y
desprendidos varios botones del pecho. Prendían el cigarrillo con el encendedor
carucita y apagaban el pucho en la gruesa lona de los vaqueros Lee. La mayoría
usaba alpargatas de yute en la tarde y mocasines clásicos para la noche. Tomaban
café en el bar Novel. Allí discutían de política, por supuesto, pero también de
cine, de literatura, de música, de sexo y de “la imaginación al poder”. Eran
presumidos y rápidos con los chistes, hablaban en doble sentido y se hacían
bromas que competían con la genialidad. Eran simpáticos y muy caballeros con las
amigas o novias; tenían modos muy especiales de besar o de decirles algún
piropo a las damas. Eran gentiles con los adultos (sobre todo con los viejos) y
nunca estaban quietos. Uno solo tenía auto: el Gallo Cabrera; pero un Citroen
2CV que siempre se quedaba y había que empujar, así que cuando uno estaba en la
parada de colectivo rogaba que no pasase Gallito porque te invitaba a llevarte
y siempre terminabas empujando el carromato.
Los ofuscaban
el pito (la sirena) del ingreso de los obreros a la fábrica y el maltrato y la
miseria humana en los lotes, el hacinamiento y la violencia. Eran sensibles y
solidarios. Eran chicos, podría decirse, de clase media, la mayoría hijos de
comerciantes o empleados de “la empresa” que habían podido seguir sus estudios
universitarios en Tucumán. Iban a bailar a la confitería “Comodín” o al club
Centro Recreativo. Pero eran distintos. Si bien eran muy divertidos, más que
bailar se juntaban en los rincones a conversar, es decir a discutir acerca de
las injusticias de este mundo y de las posibles soluciones. Siempre, claro, con
la planta de los zapados apoyadas en la pared.
Casi todos habían
estudiado en la Escuela Normal de Libertador. Algunas casas guardarán, seguro,
fotografías en blanco y negro de esos muchachos con flequillos tipo Beatles y
pantalones Oxford, todos con ojos vivaces y sonrisas frescas. La famosa “década
del 70”, la gloriosa, la triste.
Hace no muchos
años falleció la mamá de Piquito Zafarov. Se murió de espera. Se sentaba todos
los días en un silloncito en la vereda en la calle Entre Ríos a esperar a que
apareciese Víctor (Piquito). Cuando iba al mercado o a hacer algún trámite al
centro, dejaba unos pesos en la vecina, por si aparecía Víctor. Él –como la
mayoría de aquellos lindos muchachos– había cometido el atrevimiento de estudiar
mucho, de leer un montón, pero sobre todo de pensar y de ser sensible con los
obreros de la fábrica o con la realidad social del país, pero desde los libros,
desde los bares, desde los rincones de los bailes, o, como siempre, desde las
discusiones que se armaban en las esquinas del pueblo con las plantas de los zapatos
apoyadas en la pared.
Los chacales –los
civiles y los armados– hicieron lo que ya sabemos: exterminaron dirigentes
obreros y, por las dudas, a estos muchachos, los más lindos, los más
inteligentes, los distintos, los que leían y pensaban. Trataron de no que no
quedase rastro alguno; pero se le escaparon algunos detalles: en algunas
esquinas de Libertador están, todavía, aquellas marcas en la pared de las
plantas de los zapatos de aquella generación. Es una huella.
Alejandro
Carrizo, Ledesma, julio 2013
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