El siglo XIX llega a su fin y con él se desata la crisis del capitalismo. En Londres, en el número 287 de la calle Kennington Road vive -o mejor dicho sobrevive- Hannah, una menuda y simpática mujer que, habiendo dejado su hogar a los 16 años, se dedica a cantar y bailar en bien improvisados (y desesperados) espectáculos de music-hall de la compañía Gordon y Sullivan, con el seudónimo de Lily Harley.
Comienza a escasear el dinero y el trabajo. Hannah ya se ha separado de Charles -el padre de sus tres hijos- fundamentalmente por las desquicias del alcohol, pero ella no deja de trabajar para mantener a su familia. Una noche de función decide llevar al más pequeño y dejarlo (semi dormido) entre los bastidores mientras ella actúa. La dura vida con sus hijos en una fría bohardilla londinense y las largas trasnochadas con el alcohol obligado de los posaderos habían ido minando la salud de la bella Hannah. Esa noche, en plena función, su voz se estrangula, desaparece. Y la muchacha debe dejar el escenario entre risas y silbidos. El pequeño de apenas 5 años, ofendido por la burla a su madre (y empujado por el dueño del bar), sale a escena a reivindicar su nombre. Canta y baila con tanta frescura que vuelve en aplausos aquellos insultos. Por puro orgullo -y para gratuidad del mundo- había entrado a escena Charles Chaplin.
Cien años después, luego de los tiempos más violentos de la humanidad, luego de las más grandes utopías y las más profundas miserias, en Tucumán, Argentina, luego del más horroroso genocidio que estuvo a punto de acabar -y en muchos casos lo logró- con nuestra risa, entró a escena -tal vez a los empujones como Chaplin, tal vez con cierta idéntica frescura, y para devolvernos la risa- un muchacho alto, delgado, nervioso: Larry Jantzon.
Larry eligió el más difícil de los caminos que puede elegir un actor: el de comediante. Pero no se trató sólo de la abulia del Garrik de Juan de Dios Peza, que a todos hacía reír y sin embargo lloraba, o la desesperación económica de Chaplin. A Larry le tocó -diría él mismo- "bailar con la más fea". Tuvo la terrible misión de hacer reír a un pueblo entero donde se había instalado la tristeza estructural, el nihilismo de la posguerra, el desgano de la vida. Y sin embargo lo logró; arrancó sonrisas de la nada, de un teatro vacío, de plateas ocupadas sólo por pedazos de carne con número de documento. Larry dibujó lágrimas y sonrisas como si nada hubiera pasado, pero sin dejar de decir lo que a veces hay que decir "aunque a veces vengan degollando", como en la satirización de Torquemada, que le valió varios "aprietes".
Para eso, Larry debió estar en estado de magia permanente, en constante personaje, porque hacer reír es cosa seria, señores. Y era uno y el mismo en La Cosechera, en el desaparecido Buen Gusto, en la fusilada Peña El Cardón, en la calle o en su casa, en la íntima soledad o en el ritual de sus amistades (o desde el micrófono de una radio, que fue una de sus últimas actuaciones). Y esa tal vez sea una de sus mejores medidas, su virtud excelsa, su mejor puesta: la cosecha de amigos.
Larry Jantzon perteneció a esa raza suprema de actores tucumanos que supieron resistir a la tristeza con el arte, para bien propio y de su pueblo. Pero, claro, no es fácil; la entrega, a veces, se vuelve demasiada. Joven, muy joven, su corazón le dijo basta, bajó el telón. Aplaudan, señores, aplaudan.
Alejandro Carrizo
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