Por Eduardo Rosenzvaig.
Alejandro Carrizo ha elegido el más difícil de los caminos. El de la poesía que se enreda en las cosas del Hombre.
Alejandro Carrizo ha elegido el más difícil de los caminos. El de la poesía que se enreda en las cosas del Hombre.
Durante siglos, una no disimulada presión de las clases gobernantes exigieron del poeta una fuga del mundo de los hombres hacia un sujeto particular y abstracto, hacia el interior del mismo poeta aislado, centro de un nuevo universo ptolomeico, rodeado de anillos de impotencia, satélites de mezquindad y dolor. Cuando ello no lograba concretarse, se permitía de buena gana al poeta una huida hacia
alguna isla exótica y colonial. A veces, tampoco ello debía realizarse. Y no pudiendo ser ya poeta cortesano, ni intimista, ni extravagante peregrino, se lo forzaba al submundo del opio, de la desesperación y del suicidio.
alguna isla exótica y colonial. A veces, tampoco ello debía realizarse. Y no pudiendo ser ya poeta cortesano, ni intimista, ni extravagante peregrino, se lo forzaba al submundo del opio, de la desesperación y del suicidio.
Ese fue, brevemente, el lugar oficial concedido al poeta en los últimos quinientos años al menos. Sin embargo, las postreras décadas del siglo pasado preparaban, sin prisa ni pausa, una transformación radical de la vida y el lugar mismo del poeta. Una parte, si bien aún pequeña de ellos, se mezclaba con las cosas del mundo, los problemas del pueblo; marchaba con las primeras marchas obreras, disparaba fusilazos no metafóricos cuando la Francia burguesa asaltaba la Comuna de París. Desde entonces, las clases gobernantes juraron venganza. La poesía intentaba escaparse del reinado musical del arte por el arte para entrar a horcajadas, bufando, escupiendo, sudando, en la esfera casi subversiva del arte por la vida, por el hombre y los cambios de las cosas humanas. De oficio, pues, aquellas clases generalizaron un nuevo lugar para el poeta: ni el sillón de la academia, ni la bohardilla de sirviente, ni la isla del Pacífico, ni ajenjo o soga de cinco tientos. Así apareció la cárcel.
Una gran parte de los grandes poetas de nuestro siglo fueron enviados a prisiones o al exilio. Entre los poemas más bellos y trágicos de nuestra lengua se hallaban los de Miguel Hernández, escritos desde la cárcel; Neruda comenzó su “Canto General” en la clandestinidad. El más grande poeta turco, Nazim Hikmet, escribirá increíbles versos de amor durante los doce años ininterrumpidos de cautiverio. La lista sería larga.
En nuestra Latinoamérica, patriciado latifundistas e intereses de Wall Street hicieron lo propio. Condenas más, condenas menos. Sólo que en los últimos tiempos, en los años locos de los Chicago´sboys, creóse un nuevo lugar para el poeta. Extraño; un sitio sin sitio alguno. Una misteriosa despersonalización del espacio. Un engendro del terror, una bestialización extrema de aquella antigua venganza: el lugar sin lugar de las desapariciones. Allí fue, entre otros, el escritor argentino Haroldo Conti.
Muchos poetas de este siglo no soportaron tal presión. Prefirieron guardar sus rebeliones como una enfermedad juvenil, como una inevitable época de granos en la cara. Los hubo quienes ocultaron dichas algaradas como una vergüenza, como quien dijera una enfermedad venérea. En su juventud, Jorge Luis Borges escribió un canto a la Rusia bolchevique: “En el cuerno salvaje de un arcoiris/ Clamaremos su gesta/ Bayonetas/ Que llevan en la punta las mañanas”. Tanta fue la vergüenza del ilustre anciano que este pecado siniestro de juventud, que en sus Obras Completas este poema no figura. No existió nunca. Se puso a tono, sin quererlo, con la época militar que en su momento exaltara, creando el género de poesía desaparecida.
Alejandro Carrizo ha elegido el más difícil de los caminos. Nació enredado a las cosas del Hombre desde su primer libro “Pena por Manuel J. Castilla”. Cuando aparece un pueblo batallando, Alejandro Carrizo no acude como un cronista a registrar los hechos desde afuera. Se mete de cabeza hacia adentro, con violenta alegría, como se colara quizá en los entuertos de chiquilines estridentes, allá, en su niñez de aldea del Ingenio Ledesma. Conoce el terreno que pisa. No se acercó al pueblo en un momento de alumbramiento. Nació en él y ahora no hace más que prolongar una herencia.
A Alejandro Carrizo no le auguro, pues, un solo premio de salón literario, de aquellos que entregan estetas cejijuntos y otorgan sólo por la diestra un jurado de poetas cortesanos. Tanto mejor. Las grandes empresas requieren de enormes esfuerzos. De una voluntad inquebrantable, de una decisión sin límites. A García Lorca jamás le llegó el Premio Nobel; y cuando se lo dieron a Pablo Neruda fue para que el lauro en sí no se desvalorizara, hasta tal punto que nadie le tuviese más respeto, por haber perdido en su ceguera discriminatoria al poeta del siglo más grande de la lengua.
Finalmente, Alejandro Carrizo ha elegido el camino de la Humanidad y el humanismo. Esto quiere decir, en un lenguaje no matemático precisamente, el camino del futuro. Él mismo lo describe como un “puente”, a cuyo extremo no se llegará de noche sino en una “mañana inmensa” y donde “El sol vendrá en golondrina y los amores en trenes”.
No exagero pues si digo que un joven poeta ha nacido en el Norte, y en cuyo currículum puede anotarse, desde ya, que ha elegido el más difícil y por ello el más hermoso de los caminos. Puede anotarse, incluso, aunque ello no sea lo usual en este caso, una expresión de nuestros ánimos: ¡enhorabuena! Puede anotarse, a renglón seguido, que es como si dijéramos: puede ser dejado en medio de aquel azaroso camino un mojón que diga: “Por aquí pasó el poeta, cargando moretones y rimas”. Enhorabuena.
EDUARDO ROSENZVAIG, Tucumán, 1985
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