lunes, 13 de junio de 2011

Fosa común


Contratapa de "fosa común", por Pedro Orgambide


Hacer de la poesía una actividad cotidiana, una manera de ver y de vivir el mundo, puede parecer, en ciertas circunstancias, la más descabellada utopía. Menos para los poetas, naturalmente; para hombres como Alejandro Carrizo, capaces de desafiar los riesgos del sentido común y la prudencia.
Los poemas que acabamos de leer, son los que nos afirman en la convicción de la poesía como condición necesaria de la existencia; no como un lujo ni un disfrute lúdico simplemente, sino como una forma solidaria de compartir el asombro. Porque la mirada de Alejandro Carrizo, deslumbrada por el mismo hecho de vivir, de observar el mundo, tiene como destinatario al prójimo: mujer, hombre, compañeros, deudos del corazón. Todos caben en su poesía (la mujer de ojos locos que entra en su cama y llora por todo el cuerpo, la que abre su pecho mientras duerme y lo siembra de adioses; la lluvia de Famaillá, en Tucumán, lavando el rostro del asesinado; el padre que le regaló una palabra al nacer), todos caben, sí, en esa poética donde las peripecias, las imágenes, las emociones, los recuerdos se dan con cierto recato, en economía de palabras, en poemas de muy pocos versos generalmente.
Unos ojos que nos miran detrás de los vidrios de un colectivo, una foto de Evita o Boca Juniors, o la visión de Discépolo que trae flores desde la ronquera de un bandoneón, pueden motivar al poeta, tanto como los grandes acontecimientos del mundo. Hay alusiones al crimen político, la guerra, las desapariciones, a lutos recientes. Sin embargo, esa memoria no eclipsa la celebración de lo vital: “alguien –ahora / está muriendo / y nosotros sin besarnos”.
De esta fecunda contradicción nace la poesía de Alejandro Carrizo, esa lectura abierta de la realidad, donde los paréntesis no terminan de cerrarse, como indicando que, más allá de la señal del texto, en la circulación de las palabras, recomienza, otra vez, la más bella utopía.

PEDRO ORGAMBIDE

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