sábado, 28 de febrero de 2015

EN TIEMPOS DE ÑAUPA

La velocidad del tiempo



Casi siempre, en toda casa –por más humilde que esta fuera- había un reloj de arena, de esos que parecían una mujer de cintura ajustada, esos que cuando se los ponía a funcionar, es decir se los daba vuelta, duraban 3 minutos en volcar la arena desde el cubículo superior al de abajo. Eran muy baratos, y los chicos los usábamos para jugar a distintos juegos: a las escondidas los más pequeños, o para responder preguntas amorosas los adolescentes. Por ahí las madres los usaban para hacer un huevo poché o para un toque de horno a las comidas recalentadas; o, simplemente, para ponerlo a andar y quedarse horas mirando cómo pasaban los granitos de arena por el mínimo embudo.

Así era la velocidad del tiempo antes. No había vorágine o desesperación (no al menos en eso); no se necesitaba medir todo (¡qué nos íbamos a imaginar el “nano segundo”!). Charles Chaplin, en el monólogo final de El gran dictador dice: “hemos desarrollado la velocidad, pero nos encerramos en nosotros mismos”.

Así era el tiempo antes. Generalmente estaba en una vitrina, o en la mesa del comedor. Sólo se lo ponía a rodar para algo específico; si no, estaba ahí, quietito, más lento, como invitando a vivir (a gozar) más tranquilos la vida. Sólo pocas familias –las de mayor poder adquisitivo- tenían uno grande, que duraba una hora. Yo nunca vi uno, pero me contaron. AC

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