martes, 23 de julio de 2013

LOS DISTINTOS QUE QUERÍAN SER IGUALES



Eran distintos. El pueblo no los doblegaba, ni la carbonilla que flotaba en el aire, ni la hediondez del bagazo o las acequias de cachaza; ni eso que no se veía pero que todos sabíamos: la opresión, esa angustia natural a la que estábamos ya todos acostumbrados. Los habrán marcado (como a todos) los barrenderos de la madrugada que barrían las calles con hojas de palmera, o quizá, en la infancia, el tableteo de la chorba (locomotora) con sus zorras (carros) llenas de caña rumbo al canchón del ingenio; los chistidos de los pespires en la noche; los grandísimos truenos de las tormentas en verano; el sabor y el aroma del mango, o el pin-pín escondido debajo la piel.

Pero eran distintos. Apoyaban la planta de los zapatos en la pared de la esquina y comenzaba una discusión. Ponían el paquete de cigarrillos en las mangas arremangadas de las camisas de grafa o entalladas, con cuellos en punta y desprendidos varios botones del pecho. Prendían el cigarrillo con el encendedor carucita y apagaban el pucho en la gruesa lona de los vaqueros Lee. La mayoría usaba alpargatas de yute en la tarde y mocasines clásicos para la noche. Tomaban café en el bar Novel. Allí discutían de política, por supuesto, pero también de cine, de literatura, de música, de sexo y de “la imaginación al poder”. Eran presumidos y rápidos con los chistes, hablaban en doble sentido y se hacían bromas que competían con la genialidad. Eran simpáticos y muy caballeros con las amigas o novias; tenían modos muy especiales de besar o de decirles algún piropo a las damas. Eran gentiles con los adultos (sobre todo con los viejos) y nunca estaban quietos. Uno solo tenía auto: el Gallo Cabrera; pero un Citroen 2CV que siempre se quedaba y había que empujar, así que cuando uno estaba en la parada de colectivo rogaba que no pasase Gallito porque te invitaba a llevarte y siempre terminabas empujando el carromato.

Los ofuscaban el pito (la sirena) del ingreso de los obreros a la fábrica y el maltrato y la miseria humana en los lotes, el hacinamiento y la violencia. Eran sensibles y solidarios. Eran chicos, podría decirse, de clase media, la mayoría hijos de comerciantes o empleados de “la empresa” que habían podido seguir sus estudios universitarios en Tucumán. Iban a bailar a la confitería “Comodín” o al club Centro Recreativo. Pero eran distintos. Si bien eran muy divertidos, más que bailar se juntaban en los rincones a conversar, es decir a discutir acerca de las injusticias de este mundo y de las posibles soluciones. Siempre, claro, con la planta de los zapados apoyadas en la pared.

Casi todos habían estudiado en la Escuela Normal de Libertador. Algunas casas guardarán, seguro, fotografías en blanco y negro de esos muchachos con flequillos tipo Beatles y pantalones Oxford, todos con ojos vivaces y sonrisas frescas. La famosa “década del 70”, la gloriosa, la triste.

Hace no muchos años falleció la mamá de Piquito Zafarov. Se murió de espera. Se sentaba todos los días en un silloncito en la vereda en la calle Entre Ríos a esperar a que apareciese Víctor (Piquito). Cuando iba al mercado o a hacer algún trámite al centro, dejaba unos pesos en la vecina, por si aparecía Víctor. Él –como la mayoría de aquellos lindos muchachos– había cometido el atrevimiento de estudiar mucho, de leer un montón, pero sobre todo de pensar y de ser sensible con los obreros de la fábrica o con la realidad social del país, pero desde los libros, desde los bares, desde los rincones de los bailes, o, como siempre, desde las discusiones que se armaban en las esquinas del pueblo con las plantas de los zapatos apoyadas en la pared.
Los chacales –los civiles y los armados– hicieron lo que ya sabemos: exterminaron dirigentes obreros y, por las dudas, a estos muchachos, los más lindos, los más inteligentes, los distintos, los que leían y pensaban. Trataron de no que no quedase rastro alguno; pero se le escaparon algunos detalles: en algunas esquinas de Libertador están, todavía, aquellas marcas en la pared de las plantas de los zapatos de aquella generación. Es una huella.


Alejandro Carrizo, Ledesma, julio 2013

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