sábado, 4 de agosto de 2012


La leyenda de la Rusa María
por Osvaldo Soriano





Nunca fue el hampa, aunque muchos se empeñen en contar leyendas de guapos y compadritos. Era, apenas, un bajo fondo donde recalaron maleantes y cafishios, en la penumbra de los prostíbulos y de las decrépitas pensiones. Hay que contar medio siglo de pasiones simples, recorrido por mujeres ajadas, sin esperanzas -ni deseos- de redención; por hombres valientes y mentecatos oportunistas que se acercaron a disputar los favores de las madamas. Y pocos son los que quieren hablar. Las lenguas no tienen memoria: nunca fue el hampa, pero el código del silencio todavía se respeta en el barrio bajo de Salta, como si contar su pasado fuera una manera de delación, a pesar de que los años han aprisionado la realidad y sólo se filtra -inexacta, contradictoria- la leyenda.

Buenos Aires
Fueron las primeras en abandonar la aduana; es que una sola valija sobraba para guardar unas pocas prendas, todo lo que Marìa y Sara Grynsztein traían a América. Más de veinte días en el mar, durmiendo a bordo del vapor "Victoria" en camarotes de segunda, aumentaron la ambición de María y la esperanza de Sara. Esta quería casarse, ser feliz lejos de Polonia; su hermana no se conformaba con tan poco. Sivila y Abraham, un matrimonio de judíos ortodoxos, se quedaron en Varsovia; ya estaban viejos para emprender aventuras y una ambigua inquietud los invadió cuando sus dos hijas decidieron alejarse. María tenía entonces 25 años, Sara dos menos.

Era el 19 de enero de 1922 y, por el momento, sólo les preocupaba encontrar una pensión y comprar una botella de vino. Al día siguiente festejarían el cumpleaños de María las dos solas, chocando los vasos para invocar, ante todo, la salud.

Eran hermanas, pero no inseparables. Eso lo sabía -no sin cierto dolor- la callada Sara. Se hace imposible, casi cincuenta años después, seguir minuciosamente los pasos de ambas, pero tal vez fueran aprendiendo el castellano de a poco, mientras se empleaban como sirvientas en esos hogares de clase media que habían seguido a Yrigoyen y que ahora se disponían a optar por una imagen menos popular, pero más refinada: la de Marcelo T. de Alvear. Por fin, Sara se puso de novia, se casó y fue a vivir a un departamento de la calle Tucumán 1335; María -frustrada en varios amores pasajeros- decidió aventurarse a tierras del interior.



Hacia 1927 (los últimos días de otoño, aseguran algunos memoriosos) se apeó en un tren que la llevó a Mendoza. No sabía bien qué hacer, pero le habían dicho que la provincia cuyana era una panacea que los conservadores conducían muy bien. Y lo que es mejor, dejaban vivir.

Mendoza
No estaba muy orgullosa de lo hecho hasta entonces, pero se tenía confianza. A los 31 años no era mal parecida: un metro setenta y dos de estatura, ojos marrón oscuro, cabello castaño, una figura bien proporcionada ("rellena", recuerdan algunos) y, lo más importante, nadie le concedería más de 25 años. Había tenido amores tumultuosos, como en las novelas radiales, pero nunca fue la heroína sino esa clase de villana que rompe matrimonios, degrada hombres; una mujer fatal, al fin.

Ella sabía todo eso y decidió jugar su chance. Una vieja meretriz mendocina la invitó a tomar el té muchas veces. Le contó que hay manera de ganar dinero y retirarse a tiempo; le dijo también que Mendoza era un campo de batalla del que podía salir victoriosa para iniciar luego otra vida mejor pero con dinero, para que nadie le dijera villana; ella podía ser más tarde la que levantara los ojos, altiva, permitiéndose despreciar. No lo pensó más: cuando llegó el invierno tuvo una habitación con una cama de dos plazas, un gran espejo, una fuente de agua con desinfectante. Vestía un pulover ajustado y pollera muy corta, bajo la cual asomaban los muslos blancos. Gustaba pintarrajearse porque "eso excita a los hombres", y había perdido la poca paciencia que le quedaba.

Media docena de clientes la visitaban cada día; era necesario disponer de diez pesos para hacerla trabajar. Cuando llegaba la madrugada, en el cajón de su mesa de luz había sesenta pesos; la vieja pasaba a retirar los treinta que le correspondían y cuando los guardaba sonreía, siempre sonreía con esos labios finos, sucios de rojo carmesí, y las orejas que le enmarcaban la mirada. María empezó a odiarla.

Una mañana -el día anterior habían cobrado los empleados- pudo contar 140 pesos. Estaba agotada: le dolían los riñones, las piernas, y había vomitado un líquido gris. Cuando llegó la madama a buscar su parte, María le mintió: "Hice 80 pesos", dijo. "No puede ser; ninguna hizo menos de 120", protestó la vieja. Discutieron, y María la vio retirarse temblando de furia. Creyó haber ganado; todavía era ingenua. En quince minutos la meretriz regresó acompañada de un muchachón que calaba sombrero echado sobre la frente, un traje negro muy sucio y el pecho descubierto por la camisa desprendida. La dejaron tirada, sangrando por la nariz y la boca; vomitaba otra vez: "¡Váyase al c...!" les gritó, y los puños se le lastimaron de tanto golpear en el suelo.

Hacía seis meses que estaba en Mendoza; comenzó entonces a trabajar por su cuenta, pero la amenazaron. Por un año y medio su historia se torna confusa, es difícil hallar a alguien que recuerde qué hizo. Se sabe, sí, que un amigo le habló de Salta, donde la oligarquía lugareña toleraba los prostíbulos y hasta los fomentaba. En 1929 hizo las valijas, que ya eran tres, guardó el dinero dentro del corpiño y se fue.




Salta
Las casas se dispersan por la calle Córdoba, algunas ganan Tucumán, Dean Funes y Catamarca. En el mismo lugar, hoy todo es diferente porque los cafishios que anidaban allí a comienzos de la década del ´30 ya no pueden acercarse, celosamente vigilados por los policías. Cuando llegó María, la pobreza era común a todas las mujeres de vida fácil. Reinaba por entonces una muchacha bonita que acaparaba el interés de los hombros. Era la mejor, sin duda, y aún hoy, ya sesentona, conserva su apodo: Cama e´bronce. Cuando los habitués la motejaron así, tenían sus razones. Todas sus colegas se conformaban con trabajar sobre catres de madera, cubiertos por frazadas agujereadas y quemadas por cigarrillos. Ella, en cambio, había invertido bien: lucía en su habitación una lujosa cama de bronce que entusiasmaba a los clientes.

María Grynsztein consiguió su primera amiga: la Guillermina, que la encauzó en el oficio. Antes (nadie sabe cuándo exactamente) se había casado con un hombre maduro, de apellido Lerner, dueño de un almacén de Córdoba y Tucumán. Quienes lo conocieron dicen que fue un hombre honesto, tranquilo, que disimulaba las actividades de su esposa. Ella trabajaba en una casa lindera; se había teñido el pelo y las cejas de rubio y comenzaba a coquetear con los mandarines locales. Al morir el marido, heredó la despensa; pero ella tenía pensados otros negocios más remunerativos: convenció a la Guillermina para que le vendiera el salón vecino, derribó la pared que lo dividía del antiguo almacén y montó el primer salón de señoritas. Tal vez como homenaje al lugar de su iniciación, lo inscribió con el nombre de El Mendocino, aunque sus clientes lo rebautizaron inmediatamente como El Chileno, por la presencia de una madama de dudoso origen. Contaba, al principio, con siete alegres chicas que había traído desde Tucumán, Córdoba y Mendoza. Sabía elegirlas; se cuenta que ella, personalmente, las sometía a un riguroso examen físico, aunque no se conformaba sólo con eso. Un hombre de confianza las exigía al máximo para saber hasta qué punto conocían su oficio. Muchas quedaban descartadas ante la atenta mirada de María. Desde entonces los clientes, engañados por su acento extranjero, en el que arrastraba las erres y cambiaba las ees por íes, le agregaron un apodo a su nombre de pila. Desde entonces se la conoció en el ambiente por La Rusa María.

Rápidamente el cabaret se hizo popular y tanto los salteños como los forasteros acudían a él para obtener un rato de placer. "Si no les gustaba lo que tenía, ella conseguía otras chicas", recordó un viejo habitué, ahora conductor de taxi. También citaba homosexuales, una tarea más delicada que requería prudencia y silencio. Hacia 1933, una de sus pupilas disputa con un cliente y escapa a la calle completamente desnuda; la Rusa sale detrás de ella y un vigilante que atraviesa una esquina la lleva presa. Fue su primera contravención, y en el prontuario policial está anotada la multa que le cobraron: quince pesos, moneda nacional.
La fama de esa mujer ambiciosa, aunque leal (según recuerdan las que fueron sus empleadas), trascendió más allá de Salta. Tuvo contacto con madamas que conseguían muchachas deseosas de ganar una buena cantidad de dinero por sus propios medios, y les exigió ante todo capacidad y conducta comercial. El negocio se fue agrandando: autorizada la prostitución en la provincia, la Rusa decidió abrir sucursales. Así nació El Globo, tal vez uno de los más lujosos salones de la época en todo el país. Allí hicieron sus primeras armas decepcionadas maestras y fatigadas costureras. En el hall de espera era posible tomar un buen whisky -o cerveza, si el calor apretaba-, charlar con una de las quince chicas y hasta echarles una mano encima sin cargo. Eso sí, cuando una habitación quedaba desocupada, la Rusa se ponía seria y gritaba: "¡Bueno, muchachos, vamos, a cortarse el pelo!".

Ser el preferido, el amante de una meretriz, es el sueño de todo rufián. Hace treinta años, Salta no era una excepción: las más célebres mujeres del barrio bajo -Cristina Reggi, Regina Ocampo, la Olla e´Barro- tenían el suyo, exclusivo, intransferible. El hombre obtenía de su mujer todo lo que deseaba pero debía resignar los favores de otras chicas; por fin, alguna vez la tentación ganaba; entonces lo encontraban agujereado a balazos, o con un cuchillo olvidado dentro de su espalda.

Melena Contreras llegó desde un pueblito del interior salteño. Iba a la capital para cumplir el servicio militar. Estaba solo y hasta parecía tímido. De vez en cuando merodeaba el bajo, miraba un rato a las chicas y se iba sin probar. Bastó que La Porota (una madama cincuentona) le pusiera los ojos encima para que el Víctor -el marido- y Hugo -el hijo- no le perdieran pisada. Lo que vieron entonces los hizo sospechar; el Melena comenzaba a derrochar dinero, a salir con mujeres; vestía ropas caras cuando colgaba la chaquetilla militar y, lo que es peor, frecuentaba el negocio de La Porota. No fueron precisas otras evidencias para Víctor y Hugo: una madrugada, Contreras apareció a orillas del río Arenales, echando sangre por cuatro agujeros. "Ni se quejaba; me acuerdo bien que el asunto se comentó mucho. ¡Era de fierro el chico!", entonó un abogado, a modo de responso.

Pero al Melena lo salvaron en el hospital y desde entonces fue, sin discusión, el amante de La Porota. Además de valiente, los memoriosos dicen que era "algo engreído", aunque quizás no sea ése el adjetivo que merecía. Los sábados por la noche, cuando al cine Victoria -el mejor cine de Salta en la época- iban los más circunspectos miembros de la burguesía, se aparecía vestido de smoking, chupando suave (desafiante) una larga boquilla. En cada brazo arrastraba una mujer (nunca exhibía a dos con el mismo color de pelo), rigurosamente vestida de fiesta. Reían, hacía hirientes comentarios en voz alta, pero nadie se animaba a molestarlos; Contreras ya era un personajes conocido pero -curiosa actitud en el ambiente- nunca quiso amistad con los mandarines lugareños.



Unión y fuerza
"Vos no te metás con la gente importante. Ellos son los que mandan, y si andás bien no vas a tener problemas." El consejo partía de La Rusa María, y ella supo lo que decía. Devota del Partido Conservador, sus salones mezclaban el amor con la política en vísperas de elecciones. Se cuenta que entregaba una buena cantidad de pesos para financiar parte de la campaña del partido y su influencia en las altas esferas era tal que nadie se atrevía a incomodarla. Parece cierto: el prontuario policial de María Grynsztein registra, hasta su muerte, sólo doce sumarios menores, ninguno se refiere a la traba de blancas ni al tráfico de drogas. En cambio hay concedidos varios certificados de buena conducta y ocho permisos para viajar al exterior.

Al finalizar la década del ´30 La Rusa tenía prestigio, cuarenta y cuatro años y un amante nuevo: Miguel, a quien más tarde asesinaron en Tucumán. Luego de los lamentos, decidió mudarse y compró el Armenonville, un cabaret situado en la calle Córdoba entre Tucumán y La Rioja, apenas a unos metros de El Mendocino. Por su vida pasó entonce un empleado ferroviario muy joven y celoso para los negocios; pero al año de conocerlo lo echó, y él, prudente, no volvió a meterse en su vida.

En la época de oro para el bajo fondo salteño, no pasaba noche sin escándalo, y ella -ya alejada del trabajo- se había convertido en empresaria de por lo menos cinco salones. Hombres populares de todo el país se acercaban a los tugurios para admirar esa tierra caliente en la que mandaba una sola mujer. Llegó la década del cincuenta y los amantes de La Rusa siguieron muriendo misteriosamente. Ella se dejó fascinar por el lujo y en 1953 levantó otro salón, Las Vegas, detrás del que instaló su propia casa, revestida de un lujo deslumbrador.

El derrumbe
El último acontecimiento de importancia en la vida de María sucede hacia 1962. Por entonces ella declaraba no tener parientes y hasta olvidó a Sara, cuyo rastro se perdió en Buenos Aires; su enorme fortuna no tenía -al parecer- herederos. Marcos Isaías Espeche, su segundo marido, había muerto.

A la caída de Arturo Frondizi, la gobernación de Salta fue confiada a Félix Remy Solá, un moralista que aborrecía la prostitución. Solá no tuvo mejor idea que clausurar la actividad del barrio bajo, y para ello apló a varios policías dispuestos a jugarse. No hizo caso a las explicaciones de La Rusa: "Yo cumplo una verdadera función social -alegó ella-; ¿qué sería de la juvetud si yo no cuidara su futuro? ¿Le gustaría a usted ver a su hijo convertido en un homosexual?". Todo fue inútil: la calle Córdoba se convulsionó primero, comenzó a vaciarse después, pero una enconada resistencia (casi de guerrilla) empezó a florecer entre las despreciadas mujeres. Las primeras intervenciones policiales fueron repelidas por las meretrices, prolijamente desnudas, con fuentes llenas de agua y desinfectante. Este recurso fue uno de los más difundidos: no era posible desalojar a las mujeres y exhibir sus atributos a los vecinos sin cometer una infracción que no se permitía entonces la policía. Así se entablaban revolcones y corridas hasta cubrirlas con frazadas o chaquetillas de los propios agentes. Una noche, luego de librada la batalla, cuando la policía se retiraba del Armenonville, un agente escuchó un ruido sospechoso dentro del ropero. Cuando abrió encontró a un hombre desnudo que se apretaba contra el fondo. "¿Qué hace usted aquí?", inquirió el funcionario. "¡Espero el ómnibus!", se burló el refugiado. También fue preso, pero aún se lo recuerda. "Era tan gracioso -contó un oficial de la policía- que nos caíamos al suelo de risa escuchando sus cuentos."

Menos gracioso fue lo que sucedió cuando allanaron la manzana en la que se hacían fuerte las prostitutas. Un centenar de vigilantes invadieron sus casas y las encontraron insólitamente vacías. Afuera llovía torrencialmente y el comisario advirtió que algún colaborador había sido infidente. Ordenó la retirada luego de una hora de intensa búsqueda. Al día siguiente regresó con todos sus efectivos y otra vez fue inútil: las mujeres estaban en cama -solas-, con las narices enrojecidas por la gripe. La noche anterior se habían refugiado en los techos, mientras la lluvia las bañaba, implacable.

Otra noche un cura fue sorprendido con una de ellas. Frente al funcionario policial que le enrostraba su falta de sensibilidad cristiana, el sacerdote se justificó: "Estoy aquí brindando a estas hijas de Dios mi apoyo moral ante el atropello". Cuando se vistió, lo dejaron ir.
Al finalizar Remy Solá su gestión la calma volvió al bajo. Pero el derrumbe había comenzado. La Rusa María se sentía enferma y pasaba las noches quejándose de fuertes dolores en el hígado. Alfredo, su último amante, la atendía son solicitud y trataba de obtener el traspaso legal de algunos de los bienes previendo un desenlace fatal. Una noche, en un tiroteo, el joven cayó herido por un balazo. Agonizante, lo llevaron al hospital, y allí La Rusa, enternecida, le regaló algunas de sus cosas; mientras, derrochaba dinero en especialistas y enfermeras. Alfredo se curó y despreció a la anciana amante. En 1963 ella tenía 67 años y estaba vencida. En agosto enfermó gravemente y el 27 de setiembre muriò en el Instituto Médico de Salta, mientras los médicos intentaban una cirugía. Su corazón, resentido por tanto trajín, no toleró la anestesia.

Nadie encontró un peso en su casa. Todas las pupilas del bajo fondo tuvieron que aportar una noche de trabajo para comprar el ataúd y pagar el sepelio. Cuando el breve cortejo la acompañó hasta el cementerio judío apareció un nuevo inconveniente: las autoridades se negaron a que esa mujer fuera inhumada en tierras de su propiedad. Luego de amargas discusiones ante el féretro, éste fue conducido a pulso hasta el campo cristiano; allí las beatas de la sociedad se interpusieron y le negaron derecho a descansar junto a los muertos ilustres. Hubo que pedir amparo judicial para poder dejar el cadáver bajo la tierra.

Nadie sabe quién heredó las últimas propiedades y la escasa cuenta bancaria que dejó. Algunos dicen que un sobrino llegó desde Buenos Aires, cobró y se fue. Otros aseguran que los últimos mantenidos se quedaron con todo. Quienes estuvieron directamente vinculados con el affaire prefirieron el silencio. Rosa, una de las pupilas preferidas, dijo a Panorama: "No se meta en esto, no vale la pena, la señora María fue única; confórmese con saber eso". Un mes atrás, despechada al enterarse de que se amante se disponía a abandonarla, una meretriz llamada Elsa, que trabajaba en la whiskería de Zabala 394, acusó a un abogado salteño de estar complicado en el tráfico de drogas. Elsa se convirtió en una soplona y pocos le dirigen ahora la palabra.

Es que había quebrado ese código que La Rusa María cultivó durante su reinado en el bajo. El silencio, para ella, era una forma de la dignidad. También una ética inquebrantable.

Revista El Duende, Jujuy, Año V, Nº 32, 1997

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