GUADALUPE MICHI APARICIO, el
hombre pintado
por Alejandro Carrizo
Es muy difícil hablar de algo tan cercano. El
alejamiento permite cierta objetividad, una mirada más integral. Escribir algo
sobre el Michi es como escribir sobre mí mismo. Me da un poco de vergüenza.
Creo que no podré nunca hablar sólo de su pintura. Su obra plástica –al menos a
mí me parece– no existe sin su historia de vida. Sus cuadros van acompañados de
un entorno de anécdotas, vivencias y excentricidades cotidianas. Sí –si el
oxímoron lo permite–, su vida estuvo hecha de grandilocuencias minimalistas, o
viceversa. Una vida límpida, como sus cuadros; obras intensas, como su vida.
Que, además, nunca fue su vida, sino “sus” vidas, con Irene, que en realidad
era una sola vida.
¡Y qué vida! En 50 años nunca se separaron un solo día
(perdón, sí una vez que Irene se fue de Jujuy a Buenos Aires a ver sus nietos y
cuando volvió nos retó a los dos porque habíamos volcado vino en toda la casa,
en Los Perales, al fondo). Nunca se separaron, ni de mañana ni de tarde, ¡ni de
noche! Irene no sólo “aguantaba” al Michi y a sus amigos, sino que al otro día
se levantaba y pintaba el desastre que habían hecho: un hermoso cuadro de ella
era una mesa manchada de vino, con tazas y vasos de distintos colores. Es
decir, tanto el Michi como Irene pintaban la vida, porque la vida los había
pintado a ellos.
Las casas; las casas de los amigos ya no eran las
mismas después que pasaba el Michi. En alguna pared, en algún rincón, había una
intervención del Michi, con pintura, con ceniza, con vino, con carbón, con
pomada para los zapatos, o con lo que tuviera a mano. Una de las últimas veces
que estuvimos juntos fue en Yavi, y ahí lo vi aprovechar las grietas de las
paredes de adobe de la casa para mandarse un mural y hacernos llorar a todos
(lo tengo documentado en video). Niño sabio, niño índigo, niño rebelde,
gozante, una vez me dijo “Yo vine al mundo a admirar la obra de las personas”.
Tomó la parte más dura del mundo, las piedras, las pasó por su corazón y luego
las pintó. Las piedras ya no son las mismas, el mundo tampoco. ¡Lo vi pintar
tantas veces! Era todo tan sencillo para él, tan lúdico, su niño nunca lo
abandonó. Lo vi regalar pinturas, lo vi entregar lo mejor de él. Y muchas veces
me pregunté si era real, o sólo un deseo utópico ficcionalizado. Era (es) un
niño asombrado: una vez llegó corriendo y me dijo “¡vení, apurate, vamos a la
esquina a verlo a Groppa, que está mirando!”. Y Néstor Groppa, su gran amigo y
admirado, estaba mirando los techos de Jujuy para luego escribirlos. Él, sin
querer, ya estaba pintando todo eso. Sí, todo lo pintaba. Nunca trabajó de otra
cosa; vivió de y para la pintura (junto a Irene, claro). Aunque siempre cuenta
la anécdota de cuando yo era director de cultura y le ofrecí un trabajo; me
pidió unos minutos, salió a la vereda y volvió transpirando y me dijo:
“Disculpame, de ninguna manera voy a aceptar, nadie logró hacerme trabajar en
esta vida”. Claro, él entendía la vida del pintor como un juego, no como un
trabajo. Y trabajaba todo el día, pintaba muchísimo, por eso le sobraban obras
para regalar, exponer, mandar a distintos lugares. Si se rompía una tela decía:
“no importa, ya haremos otra”.
Tenía muchos amigos “famosos”, en distintos rubros:
arte, literatura, política, economía, etc. Pero cuando se juntaba con ellos
(generalmente en su casa), el Michi era el asador, el mozo y el que contaba
cuentos; nunca fue un personajes soberbio, para nada. Nunca conocí a nadie que
cultivase con mayor autenticidad la risa.
El que pasa por la vida del Michi Aparicio, se
vuelve otra persona. (Esto que pongo entre paréntesis por favor, amigo lector,
no lo comente con nadie, que quede como un secreto entre nosotros: el Michi es
un ángel que vino a hermosear el mundo, y creo que ni él lo sabe.)
Bueno, no puedo seguir porque lo extraño demasiado y
tal vez me ponga a llorar. Si alguien lo viera por ahí, haciendo sus tropelías,
pintando del mundo, me le da un fuerte abrazo no sólo de mi parte, sino de
todos los que amamos el arte.
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